
La novela policíaca está llena de fórmulas probadas. El detective solitario y atormentado cuya vida se para de cabeza al enfrentar el caso. Los criminales súper inteligentes capaces de montar circos de tres pistas (las tres falsas, por supuesto). El departamento de policía lleno de detectives impulsivos e ineptos. Los casos atiborrados de coincidencias forzadas y pistas tortuosas que revelan la presencia del asesino en serie de la semana. Etcétera.
El lector en busca de entretenimiento, de uno de esos libros etiquetados como literatura de avión (o de playa), se sumerge en tramas que presumen su carácter de adictivas porque consiguen atrapar su atención en un contexto de aislamiento temporal (el asiento de ventanilla o el camastro de la playa). Cualquier distracción es corregida a base de artimañas facilonas (las fórmulas enumeradas en el párrafo anterior y muchas otras) que conectan su imaginación, no con una tradición sumada de los libros, películas y series de TV que ha visto antes, sino con un bagaje de referencias y expectativas que se toman “prestadas” sin pudor.

Pienso en la serie gallega en Netflix: O sabor das margaridas (El sabor de las margaritas), donde una detective antipática llega a un pueblo a investigar la desaparición de una adolescente, para descubrir gracias a tropezones e impulsos descabellados (eso que los autores perezosos llaman instinto policial) que en el pueblo trabaja impune un asesino en serie.

Pienso también en la serie belga 13 mandamientos donde cuatro policías (y los medios de comunicación locales) dedican todos sus esfuerzos para atrapar a “Moisés”: un villano habilidoso, que está aplicando su versión de los mandamientos bíblicos a personajes públicos para dar un ejemplo. El villano aparentemente no asesina, pero es cruel y retorcido, y predica una moral de sermón que conecta con los prejuicios de los ciudadanos y le granjea la simpatía del pueblo bueno belga. Aún así, los cuatro despeinados y atropellados policías dedican todos sus esfuerzos (que no son mucho, la verdad) para atraparlo.

Me viene también a la mente una novela que leí el pasado verano: El murciélago, primera entrega de la popular serie del detective Harry Hole del noruego Jo Nesbø. En ella, Hole viaja a Australia a finales de los años noventa, para investigar el asesinato de una joven mesera noruega. Una vez ahí es emparejado con un detective aborigen para seguir la investigación. Los policías australianos no dan una, y pronto el observador lleva las riendas. Por supuesto, toda la lista es cubierta: Hole es atormentado por su alcoholismo. El criminal es un asesino en serie súper inteligente. El departamento de policía está lleno de detectives ineptos e impulsivos. Las coincidencias forzadas llevan a descubrir que se trata de un asesino en serie. Hole y su compañero de buddy movie, dan tumbos a base de instinto y involucrándose en toda suerte de subtramas inverosímiles. Y, claro, los demonios de Hole hacen acto de presencia poniéndolo todo en riesgo.
No sorprende que la primera novela de la serie se editara en el extranjero hasta después de la sexta, cuando la fama de Nesbø estaba ya cimentada, y los lectores viajeros y vacacionales necesitaban más entretenimiento. Para entonces, sus novelas habían vendido 25 millones de ejemplares y una de ellas (El muñeco de nieve – 2017) llegado al cine con Michael Fassbender como Harry Hole. El autor, que durante algún tiempo fue vocalista de una banda de rock noruega, desfila las pasarelas de la monarquía policial y las listas de más vendidos.

Debo decir que es muy probable que las aventuras posteriores de Harry Hole sean mejores a El murciélago. De hecho muchas de las series populares del género delatan que el autor tardó su tiempo en dominar el oficio y habitar de manera cómoda la piel de su detective. Hemos caído en la trampa surgida del marketing editorial post Harry Potter: la culpable de que creamos que a Harry Hole (o a Alan Banks, o a Jack Reacher, o a V.I. Warshawski, o a Charlie Parker, o a Hércules Poirot y un larguísimo etcétera) debemos empezar a leerlos desde el principio.
No todas las series policiales empiezan de manera floja. Hay muchas que ganaron su sitio en la posteridad desde sus primeras páginas (Conan Doyle y su Holmes, Hammet y su Spade, Simenon y su Maigret, Rankin y su Rebus, Grafton y su Kinsey, Mankell y su Wallander, Akunin y su Fandorin, Sanders y su Delaney, por mencionar un puñado).
El problema de las fórmulas probadas es que no importa si aparecen en novelas, en la pantalla de televisión o en el cine; siempre saben a comida rápida y cimientan la psicología de sus personajes en la arena de nuestros recuerdos de otros detectives, otros crímenes y otros casos, más interesantes y mejor escritos (queda para otro día una reflexión policial del huevo y la gallina entre la pantalla y la página escrita).
Twitter @rgarciamainou
Para El Economista, Arte Ideas y Gente del miércoles 18 de septiembre del 2019