Hace algunos meses, Mark Thompson, ex director de The New York Times, publicó un libro (Sin Palabras, editorial Debate) en que se preguntaba qué había ido mal con el lenguaje en la política. Su inquietud había surgido de la álgida campaña electoral estadounidense y la manera en que algunos políticos, casi siempre republicanos, tomaban posiciones frente a temas polémicos.
Estos posicionamientos se soportaban en frases ingeniosas y reductivas, que resultaban pegajosas y que sin tener vínculos reales con el tema a discutir, conseguían crear su propio debate.
Al inicio del libro Thompson se refiere a la discusión del seguro médico popular que se conoció como Obamacare. El plan médico de Obama era muy similar al que habían propuesto los republicanos meses atrás. Aún así, la polarización política llevó a que quienes ayer proponían las medidas, fueran los opositores de hoy.
Una de las iniciativas del seguro que proponía el entonces presidente Obama, incluía cobertura para asesoría tanatológica a pacientes terminales y ancianos mayores. En un popular programa radiofónico, una ex funcionaria republicana, con una larga y respetada trayectoria, abordó el tema de Obamacare, y dijo que lo que le parecía terrible es que en la página tal del documento, se obligara a los pacientes y personas de la tercera edad a tomar charlas donde los convencían de dejarse morir.
Todo ello era mentira, hasta el número de página, pero eso no evitó que Sarah Palin retomara el tema, mencionando que a ella no le gustaría que esos “comités de la muerte” tuvieran que decidir la vida de su hijo con síndrome de Down.
La propuesta de cubrir la asesoría tanatológica se había convertido, por lo menos en el debate público, en el comité de la muerte de un campo de concentración nazi.
“Comité de la muerte” era una frase más interesante que cualquier argumento político que esgrimiera Obama o los legisladores de su partido. Estos se veían cuestionados sobre los comités de la muerte, y la frasecita flotaba en las pantallas y las redes sociales. Al final, Obama se rindió y la iniciativa tuvo que quitarse del Obamacare.
Para Thompson es claro que el lenguaje importa, y que las palabras, en la aldea electrónica global, están más vivas que nunca, no importa que sean invención del ingenio de algún político maquiavélico (más aún si lo son).
“En todo el espectro, queda claro que hay algo descompuesto en la política y la manera con que se debaten las cuestiones políticas”. El libro de Thompson se refiere a los EEUU y otros países occidentales.
“Hay mucho enojo, créanme, hay mucho enojo”, dijo Donald Trump a sus seguidores mientras celebraba la victoria en las elecciones primarias, y sin duda tenía razón.¿Explica el hartazgo del electorado el camino torcido de la retórica política? Quizá en cierta medida.
Aunque Thompson no habla de política mexicana, es claro que un fenómeno similar se da en nuestro país. Viene a la mente el rumor inventado por Federico Arreola sobre el supuesto alcoholismo de Felipe Calderón. No importa que el propio Arreola haya reconocido que él lo inventó, la nueva verdad está ya en manos de una población para la cual la realidad es lo de menos.
No se trata de la creación de memes o de chistes con el famoso humor sardónico del que tanto se enorgullece el mexicano, se trata de la manera en que una ocurrencia suplanta el tema de discusión y se vuelve la agenda mediática hasta que no se habla de otra cosa, y el rumor se vuelve la nueva “verdad”.
Me venía a la mente el libro de Thompson durante el último debate presidencial en México. Uno de los candidatos filtraba un testimonio judicial confidencial para desacreditar a otro. Los cuatro arrojaban cifras al aire como quien hace una apuesta en una cantina. Cifras no sujetas a verificación sino a interpretación.
El candidato favorito en las encuestas dedica momentos del debate, a esconder su cartera para que no se la robe su adversario, a insultar a este y a despachar como si ya hubiera tomado posesión del cargo. Como remate le deja un insulto tan ingenioso como eficaz: “Ricky riquin canallín”.
Lo que ayer era disonante e inaceptable, se vuelve, a fuerza de repetición, la norma. Se solía decir que las campañas políticas consistían en promesas incumplibles, besos a bebés y apretones de manos con líderes sindicales. Lo que fuera necesario para conectar con la ingenuidad y la esperanza del electorado.
Desde hace algún tiempo, la clase política descubrió que no es necesario prometer el cielo y la tierra, basta con declarar sus buenas intenciones, enarbolar cifras, insultar al rival y culparlo de alguna actividad inconfesable. Es mejor colocar una frase viral que una propuesta, no importa si es verdad o mentira.
Nos hemos acostumbrado a que no haya rendición de cuentas, ya no digamos de los funcionarios en el poder, sino en el propio discurso de sus aspirantes. Cuando la atmósfera viciada es la nueva normalidad, siempre se puede subir el tono un poco más y seguir siendo celebrado por tu público.
El debate político dejó de ser un contraste de ideas para exponer la capacidad de persuasión, retórica y carisma de sus ofertantes (si alguna vez lo fue). El nuevo debate político se trata de establecer posturas que son fortalezas inexpugnables.
Tomar posiciones donde el otro no es alguien que piensa diferente, sino el enemigo al que no hay que escuchar, sino destruir. El radicalismo no está en los contenidos ideológicos, ni en las plataformas políticas, está en la actitud de los candidatos y sus fervientes seguidores.
En la nueva normalidad no importa la verdad, ni las cifras, ni los datos; lo que importa es quién grita más fuerte, quién insulta con más ingenio, quién reivindica los agravios más profundos. Una espiral que sólo termina cuando se aplasta al otro, y no hay nada más lejano al espíritu democrático que pensar en aplastar al que piensa diferente.
Twitter @rgarciamainou
Para El Economista, Arte Ideas y Gente del miércoles 30 de mayo del 2018