“La historia la escriben los vencedores”, dice la cita de Winston Churchill devenida en filosofía política (y mediática) por generaciones posteriores. Debatida y polémica, la frase implica que los “vencedores” tienen el poder para dar forma a las narrativas históricas, sea a través de los libros de texto, la iconografía pública, y cualquier cantidad de propaganda. Una estrategia que nace desde una perspectiva de perpetuación del status quo desde el poder.
Aún si vemos la justa deportiva como una derivación evolucionada de la guerra, la narrativa sigue siendo de vencedores y vencidos, de triunfo/éxito contra fracaso/decadencia. Los similes entre el enfrentamiento bélico y el deportivo no se detienen en el vocabulario, ni en la relación de dominio entre vencedor y vencido, también se extienden fuera del campo de juego.
La idea del deporte como una actividad lúdica, se acaba cuando florece la competencia y sus recompensas. La parte recreativa y divertida del juego, donde lo importante es competir y participar, puede ser suficiente para algunos. Pero cuando la filosofía del deporte se sustenta en “ganar no es lo importante…es lo único”; y la frase la dijo un entrenador legendario, cuyo nombre lleva el trofeo máximo, las expectativas son muy distintas.
Quien conoce el futbol americano sabe que hay equipos para los que sólo vale el triunfo final, son aquellos que se rigen bajo la exigencia del “Superbowl or bust“. En los demás hay un pragmatismo reconfortante, postura familiar para quienes siguen el futbol mexicano: lo importante es calificar.
Siguen aquellos que se conforman con tener un record ganador, y al final de la lista, las expectativas se invierten cual espejo: por lo menos ganar un partido y abrazar la posibilidad de quedar en los últimos y desde ahí la esperanza en el futuro, aunque sea una apuesta incierta (la selección colegial del año siguiente).
En una cultura como la estadounidense que celebra el éxito por encima de cualquier otro valor, los pedestales mediáticos son tan efímeros como veleidosos: las definiciones y los ídolos transitan del mármol al barro de una semana a otra.
Venga a ejemplo el juego del pasado domingo entre los Patriots de Nueva Inglaterra y las Águilas de Filadelfia. Una de las franquicias más exitosas del milenio enfrentada a una de las legendarias perdedoras. Una que a diferencia de Cleveland (otro legendario punch line del humor deportivo), sí había tenido oportunidades pero había fracasado por razones que sus ardientes seguidores atribuían al aciago destino.
Un día antes del evento, Nueva Inglaterra, comandada por el GOAT (Greatest of All-Time) Tom Brady, era la favorita. Durante el último año, gracias a su triunfo épico en el Superbowl LI, el consenso mediático era uno: Brady era el mejor que jamás había jugado, su entrenador: Bill Belichick, un genio y el mejor coach en haber pisado la grama. La narrativa apunta la inevitabilidad de su victoria.
Y entonces aparece ese juego del domingo, un partido donde las defensivas no se presentaron, y los equipos de ataque rompieron las marcas previas del deporte, no sólo para un juego de campeonato, sino para cualquier partido. Filadelfia consigue la victoria, gracias a una estrategia agresiva y una ejecución casi impecable, y los Patriots se quedan a segundos de repetir el milagro.
Y entonces, en un suspiro, la narrativa cambia. Ya no es la historia que celebra la filosofía ganadora y la inevitabilidad de la victoria de los más fuertes porque son los mejores, sino la historia del triunfo de los desvalidos. La saga de Nick Foles, el quarterback suplente cuyos entrenadores fueron también suplentes, que surge de la oscuridad subestimada de la banca para dar el partido de su vida y ganarle al más poderoso. Casi podemos imaginar a Foles con su resortera, mientras el Goliath con el número 12 se derrumba frente a la multitud de Minnesota.
El cambio en la narrativa es tal, que minutos después los medios mencionan que Brady es el mayor perdedor (más Superbowls perdidos) No importa que haya ganado 5 ó que haya estado en 8, algo que nadie ha conseguido. Que Belichick encabeza la lista de entrenadores con más derrotas y su franquicia comparte el mismo penoso primer sitio entre los equipos que han perdido en más ocasiones el trofeo Lombardi.
Brady tuvo el mejor juego de su carrera estadísticamente, una actuación casi irreprochable a una edad insólita, y sin embargo, fue el derrotado. Más de un comentarista aventuró necesario cuestionar la inmanencia de su pedestal. Belichick pasó de ser un genio, a ser un entrenador caprichoso. La nueva narrativa tiene roles distintos.
Filadelfia es el equipo “milagro”, ese que se sobrepone a la adversidad. El papel de “underdog” que tanto abrazaron Chris Long y Lane Johnson usando máscaras caninas después vencer a Atlanta, va perfecto con el equipo: es el arquetipo detrás de Rocky (una de las películas icónicas de la ciudad).
En cada jugador aparece una historia, emotiva y dolorosa, que los motivó a lograr lo imposible, inclinando la balanza caprichosa. No es la narrativa en la que gana el mejor, ni aquella del dominio total (esa aburre al público); es la favorita de todos: la narrativa del débil que subestimado, prueba su valía a la hora de la verdad. Los ganadores se llevan el trofeo a casa, y en un giro irónico, son sus felices seguidores quienes saquean la ciudad.
Para El Economista, Arte Ideas y Gente del miércoles 7 de febrero del 2018
Tristemente real lo que dices en tu Columna, y es una realidad que no me gusta aunque le iba a Filadelfia, a los Patriotas, Brady y Belichick no se les deberìa tratar asi, que aunque lo bailado no se los quita nadie, no es noble el trato