373 – Fotografiando extraños (1)

El domingo concluyó la segunda entrega del Festival Internacional de fotografía callejera de San Francisco: Streetfoto 2017. La consolidación del sueño de Ken Walton por celebrar la street-photography en la ciudad ideal de la costa oeste de los EEUU.

La segunda entrega del festival tuvo como invitado al colectivo In-Public, uno de los primeros en definir las fronteras de un género fotográfico con una larga tradición que se remota a Cartier-Bresson y al húngaro André Kertesz, y que en años recientes, vía los teléfonos móviles y las redes sociales, ha tomado un segundo y provechoso aire.

La fotografía callejera tiene ahora más credibilidad y es universalmente respetada, pero sus fotógrafos siguen sintiendo la necesidad de explicar en las charlas por qué está bien fotografiar extraños. Una explicación que no pasa por la mente de uno de sus gigantes: Bruce Gilden, miembro de la legendaria agencia Magnum, y posiblemente el fotógrafo callejero más conocido del mundo.

Foto: Bruce Gilden

Gilden inventó (o perfeccionó, según a quien le pregunten), la técnica de disparar flashes en los rostros de la gente que va por la calle, y muchas veces se le recuerda en forma injusta sólo por eso. Durante Streetfoto 2017, Gilden coordinó un taller de varios días, visitó incansablemente una docena de sitios, ofició como juez implacable de una pelea fotográfica en la reja, y presentó la noche del sábado, fotografías de sus cuarenta años de carrera en una conferencia ante una sala abarrotada en el Harvey Milk Photo Center.

Días después, sus fotografías de seres humanos destruidos y marginales siguen flotando en mi mente. Su trabajo provoca más que el shock inicial que nos incendia cuando lo vemos. No sólo la pobreza de Haiti, sus chabolas de lámina y sus muertos; sus mafiosos japoneses o las viviendas abandonadas durante el derrumbe inmobiliario.

Terry (Foto de Bruce Gilden para FACES)

Son sus fotos de adictos y prostitutas, marcadas por algo más que la derrota vital, las que no puedo dejar de pensar. Perturbadoras porque son el rostro de seres humanos como nosotros, pero que se dejaron vencer por la vida y las sorpresas filosas que esta nos tiene en el camino.

Cada rostro es una bofetada visual realizada con técnica impoluta. Una historia que podemos armar en la mente, pero también una historia para Gilden, que recuerda detalles de cada uno de sus sujetos: su nombre, quiénes son, qué hacían, si viven todavía y cómo tomó la foto.

Como parte del festival se celebró un evento de la organización global Open Show. Cuatro fotógrafos presentamos nuestro trabajo y respondimos preguntas del público. Skyid Wang, de Vancouver, se volvió vocero de redescubrir la fotografía con película y encontrar esa sorpresa cuando el rollo es revelado. Oliver Klink, frecuente de National Geographic, habló de su trabajo documentalista en las aldeas chinas, donde las tradiciones inmemoriales colisionan con el presente. Paccarik Orue, migrante peruano, discutió las fotografías de El Muqui y yo tuve oportunidad de hablar sobre Fantasmas de los no-lugares, una de las ideas en la que he trabajado desde hace un año.

Foto Paccarik Orue

El Muqui es una deidad del folclor local de los habitantes de Cerro de Pasco en Perú. Una ciudad de 70 mil habitantes con una mina abierta en el centro. Su historia sería terror distópico si alguien la hubiera inventado:

La mina es un éxito comercial. De ahí vive todo el pueblo. Por generaciones la mina continúa creciendo, su agujero se hace más grande y el pueblo se va derrumbando dentro, devorado por la misma empresa que carcome las montañas donde se edificó la ciudad.

La mina envenena el agua del pueblo y con ella lo que comen los animales, a los animales mismos y a quienes cocinan y se comen los animales. En algún momento, se vuelve imprescindible mudar la ciudad, llevarse a sus habitantes, animales y sueños a otro lado. Pero no es posible ya.

“De aquí somos” dicen los que intentan explicarlo al fotógrafo viajero, y entonces la mina crece un poco más y en su infinita glotonería se lleva la parroquia y la escuela de infantes, y de alguna manera a los infantes, sus padres y familias. Ese agujero, un cráter informe, los mira a todos desde el abismo con su hocico obsceno e insaciable.

Orue visita Cerro del Pasco cada ciertos meses y convive con la comunidad por semanas. Sabe que al volver caerá enfermo por un par de meses, intoxicado por el agua y los alimentos que deberá consumir en su misión.

Más sobre Streetfoto 2017 en la próxima columna.

Twitter @rgarciamainou

Para El Economista, Arte Ideas y Gente del miércoles 14 de junio del 2017

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